jueves, 3 de mayo de 2007

El sueño de hierro


(...)por supuesto, no había podido evitar ver los distintos tipos de mutantes que pululaban en todos los recovecos y rincones de Gormond, y el caudal genético de Pormi aparentemente no había degenerado menos que el de la capital borgraviana. La piel de la chusma que atestaba las calles de Gormond era una absurda combinación de mutaciones mestizadas. Los pieles azules, los hombres lagartos, los arlequines y los caras de sangre eran lo de menos; en todo caso, de esas criaturas podía decirse que se mantenían fíeles a su propia especie. Pero había toda clase de mezclas: las escamas de un hombre lagarto parecían teñidas de azul o púrpura en vez de verde; un piel azul podía tener motas de arlequín; y en la cara averrugada de un hombre sapo alcanzaba a verse un leve matiz de rojo.

En general, las mutaciones más groseras eran también las más definidas, aunque sólo fuese porque casi ningún feto sobrevivía a dos catástrofes genéticas de ese tipo. Muchos de los tenderos de Pormi eran enanos de diferentes clases -jorobados, de ásperos cabellos oscuros, cabeza de huevo, y mutaciones secundarías de la piel- e incapaces de sobrellevar trabajos fatigosos. En una localidad pequeña como ésta, los mutantes más extraños se destacaban menos que en las llamadas metrópolis borgravianas. Aun así, mientras Feric se abría paso a codazos entre las turbas malolientes, vio a tres cabezas de huevo (los desnudos cráneos quitinosos tenían un brillo rojizo a la luz tibia del sol) y chocó contra un cara de loro. La criatura se volvió bruscamente, y durante un momento abrió y cerró indignada el gran pico óseo, hasta que advirtió ante quién se encontraba.

Enseguida, por supuesto, el cara de loro bajó la mirada lacrimosa, dejó de mover los dientes obscenamente mutados, y murmuró con humildad:
-Perdóneme, hombre verdadero.

(El sueño de hierro, Norman Spinrad).

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