
En la tumba que es ahora mi memoria la veo a ella, a la que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios, más que a mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa sanguinolenta herida de amor, tan próxima a mí que no podría distinguirla de la propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor del amor, y sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada, ahogada, retorciéndose en la sangre. Veo la horrible expresión de sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del animal atrapado. La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un gemido de angustia. Oigo las paredes caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa deshacerse en llamas. Oigo que nos llaman desde la calle, las órdenes de trabajar, las llamadas a las armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas nos están devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lado sin fondo. Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que pronuncié como un monomaníaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación producía, cómo olía, mientras penetraba cada vez más profundamente en la noche de la caverna insondable. La seguía hasta el agujero más profundo de su ser, hasta el osario de su alma, hasta el aliento que todavía no había expirado de sus labios. Busqué incansablemente a aquella cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte, penetré hasta el altar mismo y no encontré… nada. Me enrosqué en torno a esa concha de nada como una serpiente de anillos flameantes, me quedé inmóvil durante seis siglos sin respirar, mientras los acontecimientos del mundo se colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho lleno de moco. Vi el Dragón agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la nueva raza del hombre cociéndose en la yema del porvenir. Vi hasta el último signo y el último símbolo, pero no pude interpretar las expresiones de su rostro. Sólo pude ver sus ojos brillantes, enormes, luminosos, como senos carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos con los efluvios eléctricos de su visión incandescente. (…) Así caminamos, dormimos y comimos juntos, los gemelos siameses a quienes Dios había juntado y a quienes sólo la muerte podría separar. Caminábamos con los pies para arriba y las manos cogidas. Ella se vestía casi exclusivamente de negro, salvo algunos parches purpúreos, de vez en cuando. No llevaba ropa interior, sólo un vestido de terciopelo negro saturado de perfume diabólico. Nos acostábamos al amanecer y nos levantábamos justo cuando estaba oscureciendo. Vivíamos en agujeros negros con las cortinas cerradas, comíamos en platos negros, leíamos libros negros. Por el agujero negro de nuestra vida nos asomábamos al agujero negro del mundo. El sol estaba oscurecido permanentemente, como para ayudarnos en nuestra continua lucha intestina. Nuestro sol era Marte, nuestra luna Saturno; vivíamos permanentemente en el cenit del averno. La Tierra había dejado de girar y a través del agujero en el cielo colgaba por encima de nosotros la negra estrella que nunca destellaba. De vez en cuando nos daban ataques de risa, una risa loca, de batracio, que hacía temblar a nuestros vecinos. De vez en cuando cantábamos, delirantes, desafinados, en puro trémolo. Estábamos encerrados durante la larga y oscura noche del alma, período de tiempo inconmensurable que empezaba y acababa al modo de un eclipse. Girábamos en torno a nuestros propios yoes como satélites fantasmas. Estábamos ebrios con nuestra propia imagen, que veíamos cuando nos mirábamos a los ojos. Entonces, ¿cómo mirábamos a los demás? Como el animal mira a la planta, como las estrellas miran al animal. O como dios miraría la hombre, si el demonio le hubiera dado alas. Y, a pesar de todo, en la fija y estrecha intimidad de una noche sin fin, ella estaba radiante, alborozada. Tenía dos cañones, como una escopeta, era un toro hembra con una antorcha de acetileno en la matriz. Cuando estaba en celo, se concentraba en el gran cosmocrator, los ojos se le quedaban en blanco, los labios llenos de saliva. En el ciego agujero del sexo, valsaba como un ratón amaestrado, con las mandíbulas desencajadas como las de una serpiente, con la piel erizada de plumas armadas de púas. Tenía la lascivia insaciable de un unicornio, el prurito que provocó la decadencia de los egipcios. ¿Qué era la vida en la tierra sólida para nosotros que estábamos decapitados y unidos para siempre por los genitales? La vida era un joder perpetuo y negro en torno a un poste fijo de insomnio. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Mercurio, en conjunción con Venus, en conjunción con Saturno, en conjunción con Plutón, en conjunción con Urano, en conjunción con el mercurio, el láudano, el radio, el bismuto. (…) La razón por la que es difícil contarlo es porque recuerdo demasiado. Recuerdo todo, pero como un muñeco sentado en las rodillas de un ventrílocuo. Me parece que durante el largo e ininterrumpido solsticio conyugal estuve sentado en su regazo y recité el discurso que ella me había enseñado. Me parece que debió ordenar al fontanero jefe de Dios que mantuviera brillando la negra estrella a través del agujero en el techo, debió de mandarle que derramase una noche perpetua. ¿Imaginé simplemente que ella hablaba sin cesar, o es que me había convertido en un muñeco tan maravillosamente amaestrado, que interpretaba el pensamiento antes de que llegara a los labios? Tenía el don de la transformación, era casi tan rápida y sutil como el propio diablo. Después de la de la pantera y la del jaguar, la transformación que mejor se le daba era la de ave: la de garza salvaje, la de ibis, la de flamenco, la de cisne en celo. Tenía una forma de bajar en picado de repente, como si hubiera avistado un cadáver maduro, lanzándose derecho a las entrañas, arrojándose inmediatamente sobre los bocados preferidos –el corazón, el hígado o los ovarios- y remontando el vuelo de nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Si alguien la descubría, se quedaba quieta como una piedra n la base de un árbol, con los ojos no del todo cerrados, pero inmóviles, con esa mirada fija de basilisco. Si la aguijoneaban un poco se convertía en una rosa, una rosa intensamente negra con los pétalos más sedosos y de una fragancia irresistible. ¡Qué apacible nuestra vida de paloma y buitre en la oscuridad! Exceptuando el alucinante agujero en el techo, una vida en el útero casi perfecta. Pero allí estaba el agujero –como una fisura en la vejiga- y no había orina que pudiera pasar con una sonrisa. Mear larga y libremente, sí, pero ¿cómo olvidar la grieta en el campanario, el silencio no natural, la inminencia, el terror, la fatalidad del "otro" mundo? Comer hasta hartarse, sí y mañana otro hartazgo, y mañana y mañana, y mañana… pero al final ¿qué? ¿Al final? ¿Qué era el final? ¿Un cambio de ventrílocuo, un cambio de regazo, un desplazamiento del eje, otra grieta en la bóveda… qué? ¿Qué?
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